A Su imagen y semejanza.
La tradición dice que al tener el primer hijo, comprendemos a nuestros padres. Confieso que estaba al pendiente de ese balde de agua fría mientras recibía a mi primogénito la fría madrugada del primer día del año. Y sin duda que guardaba esa expectativa al tiempo que buscaba con la mejor intención dar ánimos a mi esposa durante sus dolores de parto. Fallé en ambas. Trataba de empatar el dicho popular con el dolor y trayendo la imagen de que ese dolor le provoqué a mi madre con tal de cumplir el capricho de nacer, buscando el remedio en esa idea empática para ser mejor hijo de una buena vez. O tratar de empatar mi lugar, inútil como nada en ese quirófano, con la impotencia de mi padre al verme tomar decisiones erradas en la vida y no acercarme a él por consejo de aquello que domina mejor que yo, la vida adulta.
Pero al cargar a mi hijo con minutos de nacido, tratando de enmarcar el río de emociones con el refrán por sincero interés de que algo en mí cambiara para bien, para ser mejor hijo y eso me ayudara a ser buen padre, me sentí abandonado por dicha certeza y falta de conexión con esa élite que son los padres. Al salir, camino al cunero, ellos estaban ahí y fueron padres como nunca, y me dejé ser hijo mientras el mío, recién llegado, pasaba por la rutina del neonato, medidas, aseo, cuidados primeros. Lloré en los brazos de mi madre por el desborde de emociones de las últimas 6 horas más 40 semanas. Y no pude más que cavar más hondo el surco de hijo dejando en pausa mi recién dado título de padre.
Veo ahora a mi hijo, un mes y medio después de ese día. No hay mucho que pueda interactuar con él, soy bueno haciendo que libere gases, lo hace como un niño de unos 9 años. Asusta a cualquiera su capacidad. Reacciona a ciertas cosas, nada que presumir pues le llama la atención de manera inusual la pared blanca que carece de matices o texturas. Eso más que nada.
Reconozco que la mirada que le guarda a su madre es única. Es una mirada para la que no encuentro palabras pero irradia un amor que no tiene par. Me enamora de una manera inefable. Soy espectador, participo en silencio de ese amor y con eso me basta.
Pero volviendo al tema, es fecha que no entiendo esa frase a manera de revelación bohemia, pero me atrevo a decir que he entendido algo que no esperaba y ha sido a través de su aparente indiferencia hacia mí ya que no soy pared blanca que le cautive la mirada a mi hijo. Creo que puedo decir que me reconoce como alguien importante en su vida. Cuando le canto su atención es completa, y supongo le agrada pues no llora. Pero en situaciones normales, soy tan solo aquello que estorba para fijar su mirada en dicha pared. Pero eso no me frustra, sé un poco de lo poco que dice saber la ciencia y eso es que no procesan imágenes como nosotros, está aún en desarrollo. Así también, que sus risas comienzan apenas a ser reacciones a estímulos externos y no solo su sistema nervioso probando el cableado de manera aleatoria. Yo solo me hincho el corazón con tenerlo en brazos y hablarle con tonos ridículos como también al sostener su sueño en mi pecho o consolar su llanto inexplicable. Lo amo como no se ama a nadie más, es el amor de un padre a su hijo. Es la materialización más cercana del amor a la esposa. Sin embargo, me regala de manera esporádica risas dirigidas, como queriendo interactuar con mis sonidos neonatizados, como si fueran muestras de cariño deliberadas. Y es ahí donde un poco de esa frase me hace sentido. No hacia mis padres, sino más bien, y nunca lo pensé así, a entender tan solo un poco a Dios.
Saben los que me conocen que los niños son para mi como el apio. De lejos porque ni el olor les tolero, ni los quiero cargar, ni cerca de mi mientras como. Tal vez es mal ejemplo, sería incapaz de tirarlos a la basura como a la repudiada rama. Pero este niño al que he tenido que cargar durante tantas sesiones de llanto, estar ahí y dar una escasa ayuda en el cambio de pañales con categoría de armas biológicas sin el menor asco, la paciencia ante su intranquilidad por causas que nunca conoceremos, a este niño lo amo y no lo dejo de amar un ápice cuando nos hace pasar ratos difíciles. Pero supongo es ese amor incondicional que le tengo lo que me hace reconocer algo de Dios en nosotros, hacia nosotros. Aclaro que mucho tuvo que pasar mucho para que estuviera yo en una disposición tan dócil a la paternidad, en otros tiempos habría salido corriendo de esto, pero ahora, ese inocente ser ha logrado elevar mi capacidad de paciencia, cariño, comprensión y amor. Y veo ahora cuan ingrato soy como hijo, como hijo de Dios, al que no volteo a ver, con quien no interactúo, a quien dejo de ver para distraerme en una pared blanca con una tele en medio. Pero que se derrite por mi, que al ver mis miserias me limpia el alma cada que lo necesito, sin reclamo alguno, con nada más que amor. Ante esta imagen es que me he quedado frío. Ese refrán cobra sentido a la hora de verme en ese espejo. Hace tiempo no le sonrío a Dios como muestra de cariño deliberada. Y ese pequeño gesto, ahora entiendo lo increíble que es y mi hijo ha venido a enseñarme que ese gesto, bien vale la pena hacerlo más seguido a aquellos que me dieron la vida y a Aquel que todo lo hizo.
Dios nos da a veces el regalo de ver su divinidad en nosotros, creaturas indignas de Él. De entender un poco que estamos hechos a Su imagen y semejanza simplemente porque somos capaces de dar vida y amar con toda nuestro ser a alguien más. Si tan solo le sonriéramos más, cuan bella sería nuestra relación con nuestro Padre, porque sé que de alguna manera su sonrisa de regreso nos tocaría el alma, nos daría la paz que necesitamos tanto, la paz de un bebé durmiendo en medio del amoroso lecho de sus padres.